Creemos con firmeza en la premisa de que debemos rendirnos ante la voluntad divina de Dios, la cual se presenta ante nosotros como algo sumamente bueno, placentero y absolutamente perfecto. Este es un llamado a vivir como lo hizo Jesús: en un estado de pureza y devoción, forjado por una decisión inquebrantable, y alimentado por la fuerza y guía inagotable del Espíritu Santo. Desde el mismo momento en que somos bautizados, este Espíritu resplandece en nuestro interior, y su infinito potencial se despliega para cada creyente, con dones que trascienden cualquier límite.
A través de la obra salvadora de Jesús, se nos concede el poder de llevar a cabo el divino plan trazado para nuestras vidas. Somos llamados a adorar a Dios con pasión inquebrantable, a arraigarnos en la casa espiritual que él nos ha preparado, a adoptar la sublime naturaleza de Cristo y a servir con amor y entrega a nuestros semejantes. En su amor inmenso, Dios no solo busca sanarnos y prosperarnos para nuestro propio bien, sino para convertirnos en instrumentos de sanación y bendición para aquellos que nos rodean.
Cada letra impresa en la Biblia es fruto de la inspiración del Espíritu Santo, y por tanto, se erige como nuestra autoridad suprema y un manual que trasciende el tiempo, determinando lo que creemos y cómo dirigimos nuestros pasos. Reconocemos en un solo Dios la fuente creadora de todo, un ser trino compuesto por Padre, Hijo y Espíritu Santo, una realidad divina que abraza todos los aspectos de nuestro ser y de la existencia misma.
El pecado, lamentablemente, nos alejó de Dios y de su plan sublime para nosotros. No obstante, Jesucristo se revela como el único redentor capaz de restaurar la armonía en nuestra relación con el Creador. Encarnando la divinidad en forma humana, Jesús vivió sin mácula y, a pesar de su perfección, aceptó cargar con los castigos de nuestros pecados en la cruz. Su resurrección al tercer día evidenció su victoria total sobre el pecado, la muerte y el diablo, y así nos empoderó para enfrentar la vida con valentía y determinación.
La esencia misma de Dios es amor y santidad. En la cruz, se fundieron su gracia y justicia, dando lugar a un espectáculo celestial que nos recuerda el alcance insondable de su amor por nosotros. La salvación se nos brinda como un regalo, alcanzado al confesar con convicción que Jesús es Señor y al creer en lo más profundo de nuestro ser que Dios lo resucitó de entre los muertos. Nuestra salvación no es un mero trámite, sino un portal que nos conduce a un viaje de fe cargado de obras que emanan del corazón.
Somos envueltos en la gracia divina a través de la fe, y esta misma fe se traduce en actos que reflejan nuestra conexión con Dios. El arrepentimiento no es solo un gesto superficial, sino un compromiso profundo de alejarnos del pecado, permitir que nuestra mente sea renovada y seguir los pasos de Jesús con pasión ardiente. La santificación, por su parte, es un proceso continuo y ascendente, en el cual nos sometemos de manera constante a la Palabra de Dios y a la dirección infalible del Espíritu Santo, hasta que la imagen misma de Cristo quede plenamente grabada en nuestro ser.
El bautismo en agua emerge como un testimonio público de la transformación interna que acontece al renacer en el Espíritu. Nuestra antigua naturaleza pecaminosa es sepultada, y desde esa tumba surge una nueva vida, plena en Cristo. Así como el Espíritu Santo toma morada en nuestro corazón, también asumimos la responsabilidad de aprender a seguir su guía, una guía que nos conduce por senderos de luz y verdad.
El bautismo en el Espíritu Santo, un don posterior a la conversión, se presenta como una fuente renovadora que despierta en nosotros una sed insaciable. Al pedir con fervor que el Señor nos sumerja en su Espíritu, recibimos y, con fe inquebrantable, permitimos que ríos de agua viva broten desde nuestro interior, inundando cada rincón de nuestra vida con su presencia vivificante.
El don de orar en lenguas es un regalo celestial que confirma la presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas. Aunque algunos, por temor o desconocimiento, pueden no experimentar esta expresión inicial, el Espíritu Santo sigue habitando en ellos, listo para desplegar su poder en cualquier momento.
Nuestro propósito como creyentes se trasciende al anhelo y la práctica constante de los dones del Espíritu Santo. Las lenguas, la interpretación, la profecía, el discernimiento, el conocimiento, la sabiduría, la fe, las sanidades y los milagros son destellos de la divina presencia que habita en nosotros.
La sanidad física, una de las gloriosas bendiciones de la salvación, irradia como un rayo de luz en la vida de aquellos que siguen a Cristo con pasión. Los milagros y las sanidades son manifestaciones tangibles de su poder y amor en la vida de sus seguidores.
Nuestra libertad y victoria sobre cualquier obstáculo, demonio o atadura ya fue asegurada por Jesús en la cruz. Aunque el precio ya fue pagado, debemos apropiarnos de esta libertad por medio de la fe, la preciosa sangre de Cristo y la confesión audaz de nuestro testimonio.
La Gran Comisión nos convoca a proclamar el evangelio y a hacer discípulos, una misión que nos llama a ser portadores de la luz de Cristo en un mundo sediento de verdad y esperanza.
La visión de nuestra iglesia es atraer a las almas hacia la gracia de Cristo, arraigarlas en la comunión de la iglesia, moldear en ellas el carácter divino, equiparlas para servir con pasión y vida en adoración constante.
La creencia en un cielo glorioso para aquellos que aceptan a Jesús como su salvador contrasta con la realidad de un infierno que aguarda a aquellos que rechazan su amor redentor. Esta creencia refuerza nuestra comprensión de la eternidad y nos inspira a vivir con un propósito que trasciende los confines de esta vida.
¿Por qué creemos en Dios?
La promesa de Jesús de regresar es un faro de esperanza que ilumina el horizonte de nuestra fe. Cada día vivido con expectativa nos acerca a ese día glorioso.
Porque no solo creemos en su existencia, sino que también experimentamos su presencia activa en nuestras vidas. Hemos sentido el amor profundo que nos fue revelado a través del sacrificio de su Hijo, un sacrificio que nos rescató de una vida sin propósito, guiándonos hacia una vida llena de esperanza y fe. Gracias a él, nuestros sueños cobran vida y los deseos de nuestro corazón se funden con los suyos.
Nuestra dependencia diaria de Dios nos guía por caminos que superan la comprensión humana. La guía divina se manifiesta en cada paso que damos, confirmando su presencia constante.
Hemos sido testigos de prodigios de sanidad, testimonios vivos de su amor que transforma vidas, restaura la salud y brinda esperanza en medio de la adversidad.
A través de Jesús, hemos aprendido a cultivar una relación cercana y personal con Dios. La oración, la alabanza y la adoración se convierten en puentes hacia su presencia, inundándonos con una paz y gozo que trascienden la lógica y elevan el espíritu.
El Espíritu Santo, habitando en aquellos que lo aman, no solo moldea nuestro ser, sino que también transforma familias, comunidades y el mundo entero. Como portadores de su amor, nos convertimos en instrumentos de cambio y renovación.
¿Por qué creemos en la Biblia?
Esta sagrada escritura no solo nos relata el corazón de Dios, sino que nos permite conocer su amor infinito y sus planes eternos. La Biblia se erige como faro en momentos de incertidumbre, iluminando nuestra senda y otorgándonos dirección en medio de la confusión.
Cada página de la Biblia está impregnada de promesas divinas, promesas que han hallado cumplimiento y que continúan iluminando nuestro camino.
Decidir vivir bajo los principios bíblicos nos ha llevado a experimentar bendiciones y prosperidad que trascienden nuestras expectativas. A través de la Palabra de Dios, hemos encontrado seguridad en las decisiones que tomamos y nos hemos levantado con confianza en medio de los desafíos.
La Biblia no solo es un libro antiguo, sino un vínculo dinámico entre Dios y el hombre. Sus verdades son eternas, sus lecciones son vivas y sus promesas son inmutables.
Gracias a la Biblia, hemos sido equipados con una comprensión profunda de la verdad, lo que nos permite discernir entre lo que es justo y lo que no lo es. Es por ello que, con absoluta convicción, afirmamos que la Biblia es la Palabra de Dios, una brújula infalible en medio de un mundo en constante cambio.